El traqueteo del tren nos impidió dormir cómodamente aquella noche. Las estrechas e incómodas literas de aquel tren indio casi habían acabado con mi espalda, así que después de 8 horas de viaje, decidí levantarme. La niebla aún cubría los campos de arroz, y el horizonte todavía no se había despertado. Quedaban pocas horas para llegar a nuestro destino y no podía esperar más a descubrirlo.
La noche anterior habíamos salido desde Khajuraho, un lugar inesperado que nos sorprendió con sus templos y su magia ancestral. Allí pasamos unas cuantas horas visitando los templos dedicados al Kamasutra, bendecidos por una suave lluvia monzónica que nos pareció casi milagrosa entre tanto calor. Aunque la aventura entre los templos de Khajuraho se merece un capítulo a parte.
Nuestro destino ahora era la ciudad sagrada de Varanasi, una de las 7 más importantes del Hinduismo. ¿Qué nos iba a deparar ese lugar tan deseado? ¿Sería igual que como lo habíamos soñado?
Una ciudad inundada por los dioses
Llegamos a la estación central de Varanasi y bajamos con nuestras pesadas mochilas entre un tumulto de gente. Allí estábamos todos mezclados: indios de todas las edades y clases, viajeros, comerciantes y ciudadanos que se acercaban a la estación atraídos por ese convoy que acababa de llegar a su ciudad. Salimos de la estación esquivando a la multitud y regateando a todos aquellos conductores de tuc-tuc que se ofrecían a llevarnos hasta nuestro alojamiento.
“La ciudad está cortada, cortada”. Esa era la frase que algunos de ellos nos repetían insistentemente con un inglés bastante pobre. ¿A qué se referían? ¿Era tan grave como nos comentaban?
No le dimos demasiada importancia a esas palabras, pensando que probablemente era una treta para lograr que nos montásemos en sus vehículos. Aunque, finalmente, decidimos dejarnos llevar y negociamos un precio razonable con un insistente conductor para que nos acercase al centro de la ciudad. O, al menos, allá donde parecía estar ubicado nuestro alojamiento.
Los primeros minutos en Varanasi fueron muy calurosos. A medida que nos acercábamos más y más a aquel océano de personas que se vislumbraba al final de la carretera los termómetros iban aumentando sin parar. Nuestros cuerpos estaban empapados de sudor y lo único que deseábamos era llegar a nuestra habitación y meternos debajo de la ducha. Hasta que, de repente, nuestro conductor paró en seco y nos dijo que debíamos bajarnos: no podía continuar porque estaba cortado. Incrédulos y enfadados, le dijimos que eso no era verdad, que allí no había nada, excepto un mar de gente, que impidiese al tuc-tuc avanzar hasta nuestro destino. Sin hacernos caso, se marchó. ¿Este era el recibimiento que nos daba la ciudad?
Perdidos, tuvimos que avanzar a más de 30 grados y con una humedad galopante con nuestras mochilas, de unos 20 kilos cada una. Hasta que por fin descubrimos la razón de que nos hubiera abandonado aquel hombre, seguramente de malas maneras, pero con toda la razón del mundo. El río Ganges estaba desbordado y había inundado la mitad de la ciudad. Era imposible pasar por algunas calles, teñidas del color oscuro de un río que había arrastrado con su paso todo tipo de contaminación. La pregunta que más nos repetíamos en aquel momento era: ¿cómo vamos a llegar a nuestro alojamiento?
El río Ganges nace en el Himalaya y desemboca en el delta más grande del mundo, en el golfo de Bengala.
De repente, entre la multitud y el calor asfixiante, un par de jóvenes con cara de pillos se nos acercaron y nos ofrecieron su ayuda. “Podemos llevaros hasta vuestro hotel. Seguidnos, vamos, seguidnos.”
La verdad es que no nos inspiraron demasiada confianza, pero era la única opción que nos quedaba. De pronto, nos vimos persiguiendo a uno de ellos – el otro se había quedado en la avenida principal intentando “cazar” a otros viajeros perdidos como nosotros- por las estrechas calles de Varanasi. A medida que avanzábamos por los callejones, trataba de memorizar aquel sinuoso camino, en muchas ocasiones cortado porque el Ganges había reclamado su lugar entre las calles. “La tienda de metales, el santuario, la calle inundada a la izquierda, la casita de color verde, la cabra atada a una puerta, los hombres sentados alrededor de la fuente…” Esa era mi preocupación, junto con la esperanza de creer en la buena fe de ese joven que nos estaba guiando por lo que parecía, más que una ciudad, un laberinto.
Finalmente, y tras unos 20 minutos de curvas y callejones estrechos, de esquivar a vacas y de ver saltar de un lado a otro a macacos que buscaban comida entre la basura, llegamos a nuestro alojamiento. Exhaustos, empapados de sudor y agradecidos de haber topado con aquel buscavidas que nos había conducido hasta nuestro hotel.
En el siguiente vídeo podréis ver el recorrido que teníamos que hacer por las calles de Benarés hasta llegar a la avenida principal. ¡Todo un laberinto!
Unos días de profunda espiritualidad en Varanasi
Los días que se sucedieron en Varanasi fueron bastante mejores e interesantes que el de nuestra llegada. Caminando por sus calles pudimos sentir la fuerte espiritualidad de su gente y la gran importancia religiosa que tiene esa ciudad para el Hinduísmo. Las márgenes del río Ganges estaban desbordadas, y desde los miradores más altos de la ciudad se podía observar la fiereza del río, que arrastraba todo cuanto encontraba a su paso.
Todo hindú debe purificar sus pecados en el río Ganges al menos una vez en la vida.
A pesar de la suciedad de sus aguas, los locales aprovechaban cada resquicio de entrada al río para mojar sus pies, incluso aunque eso supusiera el riesgo de coger infecciones o pisar algún objeto tirado en la carretera que había sido ocultado por el río. La devoción de esa gente me emocionó, y a pesar de no haber podido disfrutar del Ganges en todo su esplendor, teníamos la sensación de estar viviendo algo especial durante esos días.
Dicen que los hindús vienen a morir a Varanasi para quedar liberados del ciclo de las reencarnaciones. Por eso, los crematorios en esta ciudad forman parte de su cultura. Aún recuerdo con estupor la vez que nos cruzamos con un grupo de hombres que transportaban en silencio un cuerpo sobre una camilla de madera rodeada en las cuatro esquinas con antorchas. Su destino era uno de los crematorios situados en los gahts del río, esas empinadas escalinatas que descienden hasta su orilla y que ahora se encontraban inundadas por los monzones.
Muchos ancianos y moribundos vienen a Varanasi (o Benarés) a pasar sus últimos días y liberarse del ciclo de las reencarnaciones. De ahí que existan numerosas residencias para albergarlos a lo largo del río Ganges.
Nosotros, que también nos dejamos llevar por esa magia ancestral que rodea a la ciudad, decidimos liberar un collar de flores en el río Ganges para despedirnos de sus calles. Solo con unos jóvenes indios de testigo, dejamos ir nuestras flores con la esperanza de salir de aquellas calles un poquito más purificados, a pesar de ser bastante escépticos ante cualquier creencia sobrenatural. Y es que a veces, y solo a veces, te topas con lugares tan antiguos, tan mágicos y con tanto misticismo, que la razón se echa a un lado para dejar paso a la duda eterna: ¿de dónde venimos? ¿hacia dónde vamos?
Con esas dudas, y con la sensación de no haber podido disfrutar al máximo de Varanasi, abandonamos la ciudad con destino a Delhi. “Volveremos, en otra época, en otro momento, para redescubrir esta ciudad”. Esa fue la frase que dijimos antes de que nuestro avión despegara de camino a la capital, otro lugar que bien merece un capítulo a parte.
Te invitamos a que leas la crónica que escribimos de nuestra visita al Taj Mahal. ¡Esperemos que te inspire!